Apenas tenía 7 años cuando fui por primera vez a ver el tribunal de las aguas de Valencia, el único tribunal inapelable del mundo, y en el cual mi bisabuelo representó la acequia de rascanya hace ya bastante tiempo. Mi familia, de humildes orígenes había trabajado las tierras de la huerta durante años, por aquel entonces, y sin que suene a tópico, aquello sí que era ser el príncipe del pueblo, el más alto cargo entre los humildes agricultores y para el cual un salario de 50.000 pesetas anuales divididas entre tres hermanos daba para mucho. Nunca se habló en mi casa otro idioma que no fuera el valenciano, con sus expresiones más vulgares y sus refranes repletos de sabiduría popular. Mi adolescencia no fue nada fácil, en verano se recolectaba la chufa, ese tubérculo tan exquisito del cual se extrae nuestra particular seña de identidad más saludable, la horchata. No era nada fácil permanecer agachado durante horas haciendo metros y metros de campo separando la chufa de las cenizas. Al menos nos daba para subsistir. Aunque sin mucho lujo nunca nos faltó encima de la mesa un buen plato al mediodía o una paella los domingos. Las manos se estropeaban, los cortes y arañazos se repartían a través de mis palmas y de mis dedos solo ellos hacían pasar desapercibido al callo que tenía en el dedo índice de tanto escribir, de tanto tomar apuntes en el instituto, allí donde a pesar de dar clases solo en castellano veía la única salida a esa vida tan insalubre en la huerta. Tocaba pasar a bachiller y por eso tenía que cambiarme de instituto, me mandaron a un instituto público en el que por fin daría clases en mi lengua materna, aquella que hablaba día a día con mis familiares, mis amigos y todos mis conocidos del pueblo. Pero desde el primer día, desde la primera clase, se reían de como hablaba, desde la primera vez que escribí una frase en valenciano en la pizarra se reían de como escribía, vi en la clase una jauría de adolescentes de clase acomodada riéndose de mi idioma, vi mi lengua muerta enjaulada entre faltas de ortografía. Letras, acentos, tiempos verbales me acorralaban cada vez que intentaba pronunciar una palabra, todas estas normas que, sin duda, acotaban el lenguaje e impedían su evolución, ya que si el mensaje se entiende, no debieran ser las academias sino los pueblos quienes hagan y construyan sus leguas y quienes dirijan su evolución incorporando, inventando o mezclando palabras y así enriqueciéndose en cultura, ya que, por mucho que me intenten convencer con sus cuadriculados dialectos, mi valenciano es libre y es el valenciano del pueblo.
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