miércoles, 20 de abril de 2011

máximo odio por la mínima razón

"No me siento bien entre ellos, ellos son los malos, los que piratean, los que intentan justificar con un viaje en patera que nos quiten el trabajo, mientras nosotros nos quedamos sin comida, sin mujeres, sin dinero. Les odio, tirarme al campo a partirme la espalda no merece la pena por su sueldo, malditos sin papeles, por su culpa se nos hunde la economía, ellos atracan a nuestros hijos, violan a nuestras mujeres y roban nuestros autos, he leído mucho sobre ellos, he visto muchas películas y está más que claro, vienen a jodernos."
Semejantes barbaridades se paseaban por las neuronas de Nico a altas horas de la madrugada tras haber esnifado la última ralla de speed, aquella noche salía a cazar con sus colegas nacis, botas militares y un bate en el hombro hacían de él lo más cercano a lo que denominaba superhombres, pero no era más que un niño pequeño al que le pegaban en el colegio, acomplejado desde la infancia focalizaba su odio y lo canalizaba a través de su xenofobia. Vivía en un mundo en el que todos los problemas venían a través del estrecho, a través de esa raza, de ese oscuro color que atenuaba su inseguridad...
Su palma derecha al viento, mientras cantaba el cara al sol junto a su cuadrilla de amigos a cada cual más indeseable, esvásticas en tatuajes y parches, puños americanos, porras extensibles...
Pero antes de que llegaran a hacer nada, una mujer anciana alertó a las autoridades de que unos maleantes armados de extrañas vestimentas andaban por su calle de camino al puente bajo el que un grupo de inmigrantes sin techo tenían montado un pequeño escondite.
Llegaron al puente y empezaron a golpear cajas, cubos y bidones buscando cualquier ser humano sobre el que descargar su ira. Vio aquel joven negro tirado en el suelo muerto de miedo, lo enganchó del cuello y lo sacó del escondite para que todos sus amigos se ensañaran con él.
Por suerte no les dio tiempo a hacer nada, al menos no demasiado pues la policía apareció justo cuando empezaban a darle los primeros golpes de lo que habría sido, sin duda una mortal paliza.
Intentaron huir, pero ninguno de ellos lo consiguió, habían cumplido su objetivo: limpiar las calles.
Solo le faltaba esperar a que el juez dictara sentencia, esperar conocer el tiempo que pasaría en la cárcel, en aquella oscura celda, tras aquellos oscuros barrotes, oscuros como el color de la piel de los que odiaba, oscuros como su alma discriminatoria.