Jamás pude imaginar que semejante belleza se escapara a la percepción de tantos individuos sumidos en la rutina, mas no pude evitar fijarme. Llevaba un día de perros. Las tareas, ahora obligadas de la universidad y mis entrenamientos apenas me dejaban respirar. Por suerte, durante la espera del último metro de la noche tuve algo de tiempo para reflexionar y zambullirme entre mis variopintos pensamientos. Quizá por casualidades, quizá por azar, la combinación de neuronas por las que circulaban estímulos en ese momento orientaron mis pensamientos hacia una pregunta concreta: donde encontraría la belleza?
Me situaba en un mar de pensamientos estúpido y de sandeces intrínsecas. Sin haberme dado cuenta ya había subido al metro y estaba de vuelta a casa en aquel triste convoy en el que ambulábamos como almas en pena.
Alzar la vista y verla me hizo pensar. Estaba delante de mí, era una niña de unos dieciséis años que parecía haberse arreglado para quedar con alguien especial. Aparentemente no todo había ido bien, llevaba su sombra de ojos difuminada por toda la cara y se intuían lágrimas negras deslizándose por sus mejillas. Parecía normal que le rechazaran, no parecía guapa, ni lista, ni delgada, ni adinerada, pero me hizo ver que tenía una historia detrás de ella.
Y allí estaba yo, mirando los brillantes ojos de aquella chica cabizbaja que según más de algún entendido en moda le sobrarían algunos kilos. Y allí encontré la belleza, pero no estaba solo en ella sino detrás de cada persona y de cada historia, de cada anécdota. Y esto es lo que nos hace a todos especiales e iguales a la vez, algo completamente normal. Le miré justo antes de bajar, me miro y le sonreí, ella apenas cambio la expresión de su rostro. No sé cómo se llama, no sé quién es, pero le debo mucho, le debo todo lo bello de este mundo.
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